noviembre 19, 2008

Vallejo y Hernández tocan el tambor

El joven César Buero Vallejo salió de su casa, sin antes olvidar su cartapacio lleno de sueños y recortes de revistas, y se dirigió al centro mismo, a la revelación de la vida y la muerte, el núcleo de sus pasos afiebrados, es decir a la plaza San Martín. Allí vio a la juventud divino tesoro arañar sus barrigas y picar sus ojos, supo que su poesía no caería en pozos, solo en narices arrasadas por la violencia, con la sagrada voz de un exiliado parisino se acerco al negro Juan, y le pidió algo para el cerebro, que era su única arma para sobrellevar la miseria.

Ya con la cuestión, la piedra filosofal en sus manos se dirigió a Quilca, a buscar la preciosa nada, llegó a la esquina y entró a Procuradores, saludó a los respectivos señores de la libertad oprimida y se dirigió a un viejo mirador donde el suelo se convertía en un lienzo color teja con cúpulas con aroma de sufrimiento y cerros empedrados con hambre, ahí prendió un cigarrillo marca acme y contempló el hedor de las pisadas alzarse ferozmente hacia el cielo, aun no llovía pero sentía el ambiente cargado como de pena, llegó a la conclusión de que el día de su muerte la lluvia impediría su entierro, porque hombres de otro mundo no deben yacer en este mundo, la vida y el amor, se hicieron indispensables para sus huesos, se dirigió a su cuarto, no sin antes comer tres panes de trigo y tomarse una gaseosa, es que en momentos de alegría como este, son indispensables, ya en su cuarto dibujó, dibujó y dibujó.

El amor se hizo realidad y lejos de todo y cerca a su vez de todo, esperó que la muerte llegara, para así ponerse su mejor ropa y invitarle un cigarrito saturniano, y así morir feliz.